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1 — Vacante en el cielo
“Guardaos de despreciar a uno de esos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles en los cielos ven continuamente el rostro de mi Padre” (Mt. 18,10)
— ¿Una nota de Valentín?
— Sí — Susurra en voz baja el pequeño ángel, mordiendo su labio interior mientras extiende, con sus dedos regordetes, un pedacito de nube algodonosa sobre la que unos signos dorados destellean en un lenguaje desconocido para los humanos.
— ¿Esto es todo? — Interroga una Voz que ecualiza en su mente una frecuencia que no precisa ser escuchada y que llena el espacio infinito de una cálida presencia.
El angelito levanta entonces su cristalina mirada, enturbiada por una sensación de vacío desconocida. Recompone la postura, sacude sus alitas y se impulsa con ellas hasta acercarse un poco más a la Voz
— Sí — y también que llevaba mucho tiempo sin vacaciones… — ¿Dimisión?
Las mejillas del angelito se sonrojan y temiendo ser indiscreto, cuestiona con ingenuidad — Tú, Tú…Tú lo sabes todo… ¿Es que no sabes por qué Valentín se siente así?
— Sí, tienes razón — responde la Voz calmando la ansiedad del pequeño ángel — Lleva muchas vueltas al sol reclamando que ya nadie le valora como se merece. Dice que los humanos ya solo se acuerdan de él una vez al año, para esa fiesta que intercambian mensajes con corazones, pero entra tantos nuevos problemas; ¿No te has fijado que están recalentando el planeta tan hermoso que les di y cómo discuten por un palmo de terreno con la inmensidad de recursos que podrían compartir?
El angelito asiente sin entender demasiado.
— Aún así, creo que debí de escuchar sus quejas. La situación de cómo los humanos se enamoran se ha ido agravando. Confiaba que podría manejarlo…
— ¿Qué haremos ahora, Señor? — pregunta tímidamente el angelito — Ni siquiera el serafín de más antiguedad conoce sus secretos para emparejar a los humanos. He preguntado a los querubines y no saben si los humanos sabrán sobrevivir por sí solos con esas…esas… esas ventanitas que miran a todas horas…
La voz emerge de nuevo, ahora desde una altura indescriptible, rellenando cada molécula de espacio de una calma aromatizada por incienso, oro y mirra.
— Los humanos son criaturas inteligentes, sin embargo, intentan confiar a la inteligencia artificial las decisiones más importantes de sus vida…— suspira La Voz — ¿Lo sientes? ¡Ya está aquí la Navidad y de nuevo renace el anhelo de encontrar el amor verdadero como si fuese un regalo del cielo!
— ¿Y si se lo pide a Santa Claus? — sugiere el angelito temiendo entrar en asuntos que le superan. Las jerarquías y responsabilidades celestiales son enormemente complejas y en las mismas, los angelitos como él, son casi insignificantes.
— ¿Claus? — No, no, Nicolás dice que tiene ya suficiente tarea con escuchar los deseos de los humanos cuando son niños. El amor es cosa de Valentín y si esa es su decisión, tendré que respetarla. El libre albedrío es la base de toda mi Creación — la Voz se va alejando dejando al angelito consternado como nunca lo había estado.
— ¡Señor, Señor! Yo… yo…. tengo una idea…— salta revoloteando sus alitas persiguiendo a la Voz en todas las direcciones.
— Te escucho — y el aire cambia a una tonalidad entre azulada y púrpura, transportando al exaltado angelito a un estado de calma inmediata
— Nombre a un sustituto.
— ¿Un sustituto?
— Sí, Señor, un sustituto más… más… moderno.
— Mmmm…. ¿un sustituto?
— Sí, Señor, con todos los respetos. Valentín nació en el siglo III después de que vuestro hijo volviera a casa. Eso es mucho tiempo humano
— El tiempo es relativo en la tierra y no existe en nuestra dimensión… ¡Nadie hay más anticuado que yo y el amor es eterno!
El angelito revolotea intentando encontrar la expresión adecuada.
— ¿Obsoletos? Quiero decir que sus métodos de emparejamiento quizás ya no se usan en la actualidad
— Explícate — y la Voz se hace más presente mostrando su interés.
— Valentín ya se quejaba de los algos…los algo…
— Algoritmos — completa la Voz
— Eso es, los algoritmos de…de esa cosa, esa cosa en las pantallas que parece saberlo todo.
— ¿Google?
— Sí, sí, eso es. ¡El buscador de respuestas! Antes las adivinadoras usaban bolas de cristal, pero ahora son cristales planos. Los humanos miran en ellas y les consultan sobre su vida en la tierra. Pero Valentín solía quejarse de que ese “Google” ha reducido el amor a puras matemáticas. Así que, los angelitos hemos ido adaptándonos, susurrando las palabras que nos decía Valentín a los programadores y así, cuando los humanos miraban a sus cristales, podían ver sus emparejamientos.
El angelito se muestra complacido por la satisfacción que percibe en la Voz y siente tener que continuar con su discurso
— Sin embargo, ya no nos funcionan los susurros.
— ¿Y cómo es eso?
— Porque los humanos tienen dispositivos taponando sus oídos
— ¿Te refieres a los auriculares?
— Sí. Esas cosas, decía Valentín, han evolucionado tanto que ya no sirven solo para proteger del frío las orejas. Ahora les cantan, les ayudan a leer libros, les transmiten las noticias, les permiten comunicarse con otros humanos y por serles tan útiles ¡los llevan puestos todo el día!
— ¿El tiempo que la tierra gira sobre sí misma?
— Sí, excepto en la noche. Es entonces cuando los ángeles de la guarda susurramos palabras a sus oídos, pero al despertar, nos confunden con ensoñaciones y apenas recuerdan que les hemos dicho cómo encontrar a la persona destinada para ellos.
— ¿Y qué crees que podrá hacer un sustituto contra eso?
— ¡Oh! — el angelito vuelve a morderse el labio y sus ojos se achispan de puro nerviosismo — ¡Necesitamos a alguien que les susurre a través de sus ojos, no de sus oídos y creo que ha llegado el candidato perfecto!
— Veo que eres astuto, pequeño ángel. Tendré que hablar con Valentín sobre tu ascenso cuando regrese de sus vacaciones. Estás pensando en ese escritor de historias que trabaja para la gran empresa de entretenimiento que hace historias para los ojos de los humanos; el que está charlando con Pedro en el vestíbulo en este momento.
— Sí, sí, ¡ese mismo! ¡Es impresionante que realmente lo sepas todo de todos en cada momento! — exclama haciendo cabriolas el angelito — Ese hombre es un aclamado “guionista” — y pronuncia la palabra con deleite y orgulloso de recordarla — con muchos seguidores en toda la faz de la tierra. Lo sé bien, porque soy su ángel de la guarda — dice con cierto pesar — He pensado que como los humanos quieren encontrar el amor que ven en los cristales de sus dispositivos, si él volviera… si él volviera, podría escribir una gran película en la que les enseñaría cómo funciona el amor. ¡Si tan solo los humanos supieran que deben dejar sus oídos libres para escucharnos en lugar de pedir deseos de Navidad a Santa Claus!
— Tu plan es ingenioso pero hay un problema
— ¿Qué problema, Señor? — las alas dejan de batir en seco mientras la estancia se torna anaranjada y una inquietud se apodera del angelito, que de pronto ve muy lejana su promoción a querubín y cae de bruces contra la superficie celestial.
— Que el alma de ese hombre debería creer en el amor. Tú sabes bien que jamás ha publicado una historia romántica; sus libros y sus películas son terribles, llenos de crímenes horrendos y criaturas abominables. De hecho, dudo mucho de que Pedro le vaya a dejar pasar…
— Lo sé, lo sé — pero conozco su corazón, sé que si yo… si yo le ayudase un poquito…
— ¿Romper las reglas? ¡No podemos forzarle a tomar ninguna decisión ni mucho menos cargarle con la responsabilidad de sustituir a Valentín en Navidad!
El pequeño angelito, que no conoce la palabra “libertad” pues en su existencia divina siempre ha realizado y sentido los deseos de Valentín como suyos, no alcanza a comprender la razón por la cual, su protegido, no haya hecho nunca caso de sus susurros. En un último intento, vuelve a agitar sus alitas y se abre paso entre un torbellino multicolor fruto de su excitación para acercarse a Pedro, que parece tan desconcertado como él mientras pasa a gran velocidad los fotogramas de la vida del guionista, entremezclados con terribles escenas filmadas bajo las directrices de sus últimos guiones que parecen más apropiadas para ser vistas en la planta inferior, a la que los humanos llaman “infierno” y que allí arriba, simplemente denominan “el sótano”.
— ¿Entonces, estoy muerto?
Dan Grey tiene el aspecto de todos los hombres de éxito seguros de sí mismos. Apenas entrado en la cuarentena, su fortuna ya era inmensa desde los veinte años, gracias a numerosos best sellers y sus adaptaciones cinematográficas.
— No, aún no estás muerto — responde Pedro sin levantar la vista de las escenas de la vida de Dan.
— ¿Estoy vivo?, ¿estoy soñando?
— No. Tampoco — ¿Podrías dejar de interrumpirme? — Lo estoy decidiendo. Eres de esos casos en que tu hora no está clara.
Dan Grey viste vaqueros de corte impecable y una camisa deportiva azul oscura a juego. Con un estilo casual, que no tiene nada de improvisado, busca su móvil en los bolsillos de su denim y se apercibe de la incorporeidad de su estado.
— ¿Qué demonios? ¿Y mi móvil? ¿Y mi cuerpo?
— Te lo he dicho, estoy decidiendo…
Dan comienza a palidecer mientras sus piernas le fallan. A punto de caer desmayado, siente como algo tira de su camiseta hacia arriba amortiguando la velocidad de la caída. Al levantar la vista, solo distingue un revoloteo de alas y una carita regordeta resoplando por el esfuerzo.
— Bebiste demasiado anoche, Danny — se dice para calmarse — y sin poder evitarlo pierde el conocimiento.
La sede social de Netflix en Los Gatos, en San Francisco, (California) esconde, tras una apariencia de lujosa villa colonial, una colosal red de oficinas ultramodernas repartidas en torno a varios edificios construidos en torno a un apacible campus con jardines que apaciguan la vida frenética de sus trabajadores. Desde allí se gestan las películas y series que marcan tendencias globales y se realizan lanzamientos internacionales, como una gran torre de Babel sincronizada en veinte idiomas para llegar a millones y millones de dispositivos. Desde hace un tiempo, las salas donde los humanos solían agruparse para vivir juntos la experiencia de sentir las emociones que provocan las historias de ficción, han sido sustituidas por experiencias indididuales, a lo sumo familiares, con lo cual la inteligencia humana ha desarrollado una paralela inteligencia artificial para conseguir dominar el crecimiento exponencial de la demanda de entretenimiento, procurando ofrecer, cada vez más, una experiencia totalmente personalizada.
Dan Roberts se había incorporado al equipo de guionistas de Netflix hacía poco más de uno año y ya era un valor seguro y cotizadísimo de la compañía. Aunque disponía de un lujoso apartamento en uno de los barrios más emblemáticos de San Francisco, pasaba la mayor parte de su tiempo en las oficinas de Netflix. Aunque agradable, solía esquivar el trato con los trabajadores de la plantilla y aún más, si eran como él, guionistas. Odiaba comentar sus ideas. “La clave del suspense es mantener en secreto el misterio hasta para el autor” — solía pretextar mientras se refugiaba en un pequeño y, aparentemente inutil almacén, al fondo de un interminable pasillo, para esconderse del bullicioso ambiente colaborativo de Netflix. En aquel zulo de apenas dos por dos metros, alguien había olvidado un viejo tresillo. Dan apoyó allí su portátil y pronto lo convirtió en su lugar favorito para escribir, de día y de noche, hasta el punto que si no lo requería ningún compromiso, podía pasarse días enteros sin salir del recinto.
Allí lo encontró Patricia, una mujer con la que se había cruzado en varias ocasiones por aquel pasillo infinito pero a la que no lograba ubicar en el grupo de habituales de sus reuniones a los que evitaba.
— Dan, ¿te encuentras bien? Llevan un rato avisándote por megafonía. Hay una reunión a punto de comenzar en la sala “Taxi Driver”.
Las salas de reuniones de Netflix reciben el nombre de películas o series icónicas y todas estas decoradas para crear una experiencia cálida y emocional de trabajo. Sin embargo, a Dan Roberts, los “brainstormings” para poner ideas en común o agendar tareas creativas, le producían un subidón de negatividad y un inmediato deseo de abandonar su vida de guionista y volver a ser el escritor solitario e independiente que una vez fue. Pero no había vuelta atrás. Tenía un contrato para cinco años y le gustaba el éxito y la indecente cantidad de dinero que había ganado en un año, diez veces más que con la editorial.
Aún así, aquel sofá escondido era su santuario privado y aquella mujer lo acababa de profanar. Antes de que pudiera reprocharle nada, Patricia sonríe y extiende con su mano derecha, haciendo equilibrios para sujetar las carpetas que lleva bajo el brazo izquierdo, un café negro de máquina cuyo aroma lo despierta a la vida.
— ¿Eres felíz trabajando aquí? — pregunta contrariado por su amabilidad y la sorpresa de que ese pequeño almacén tenga alguna utilidad.
— Sí, no, bueno, supongo que sí, aunque repartir cafés a las estrellas de Netflix no era mi primeración opción—bromea, mientras se dirige a los grandes archivadores del fondo de la pequeña sala en busca de imágenes de aquellos primeros DVD,s que la compañía alquilaba en sus orígenes a finales de los 90, cuando Netflix era tan solo, aunque de forma pionera, un gran video club online. Patricia había entrado dos décadas después, coincidiendo con su expansión primero en Latinoamérica y luego en Europa
— Soy Patricia Martínez, documentalista — saluda jovial en un perfecto inglés con un marcado acento español — Reconvertida en analista de bigdata.
Dan extiende la mano para estrechar la de Patricia, pero a medio camino, se la lleva a su cabeza gimiendo de dolor.
— ¡Oh Dios, qué jaqueca!
Patricia, instintivamente, acerca la palma de su mano a la frente de Dan, que percibe la frescura y el ligero aroma a azmicle del perfume de la mujer. Aún turbado, disfrutando del suave e inesperado efecto calmante de a caricia, la mano que antes le había extendido el café, ahora se deposita sobre su cabeza y comienza a sacudir su cabello, revuelto tras una noche agitada, cree recordar. Un montón de plumas de una blancura cegadora caen delicadamente sobre sus pantalones vaqueros, desintegrándose al tacto como polvo atómico.
— ¡Este sofá está para el arrastre!— comenta Patricia — y sin perder en ningún momento su cautivadora sonrisa, retira su mano y saca de su bolso una caja de analgésicos.
— No tienes fiebre. Lo siento — y le guiña el ojo simpáticamente — Con otros síntomas te habrías librado de la reunión, pero creo que solo tienes jaqueca — y sale cerrando la puerta dejando a Dan boquiabierto, dudando si su asombro viene por el hecho de que las plumas de ángel le han recordado toda la escena que creía fruto de un sueño o por la impresión que la caricia de esa mujer le ha provocado. Para descartar opciones, raja con los dedos la funda ajada del viejo tresillo y comprueba — como esperaba — que es una fea esponja de espumillón de poliéster. Las plumas no han podido salir de allí. No obstante, ya han desaparecido, así como la mujer y su efecto vigorizante. Dan Roberts se repite a sí mismo que debe beber menos y empezar a dormir más horas, a ser posible, lejos de aquel sofá, o terminará por perder la cabeza.
En la sala de reuniones, todos celebran su llegada. Impuntual, indisciplinado, un tipo raro y solitario, pero un genio, que lo que escribe convierte en oro, le hacen disfrutar del estatuto de “rey Midas”.
— ¡El famoso Dan Roberts nos honra por fin con su presencia!
Howard Grant es el ejecutivo encargado de las producciones navideñas. Nunca antes había trabajado con Dan Roberts y aún no puede creer que le hayan encargado escribir el proyecto estrella de la compañía que, por lo que conoce de Roberts, es lo más opuesto a todo lo que ha escrito hasta la fecha. — ¿Puedes ya mostrarnos tu “gran idea” para Navidad? Hoy es la fecha límite y no podemos seguir esperando…
— ¿Mi gran idea…?